lunes, 23 de agosto de 2010

El lugar dela filosofía de la educación

El lugar de la filosofía «dogmática» en la educación

Entendemos por filosofía dogmática (escolástica) la filosofía sistemática que se autopresenta como una doctrina cuya estructura pretenda fundarse en principios axiomáticos e intemporales, exentos de las fluctuaciones del presente y aun del pretérito, sin que esto signifique (como hemos dicho) que una filosofía dogmática tenga que dejar de reconocer, cuanto a su génesis, su procedencia del presente y aun del pretérito (por ejemplo, de una revelación primitiva: fides quaerens intelellectum); ni tampoco que no pueda atribuirse un papel decisivo para la comprensión, dirección y organización del presente. La filosofía se autopresentará ahora como algo más que un amor al saber, puesto que la filosofía se reconocerá como un saber definitivo (lo que no quiere decir que se considere terminado, perfecto, absolutamente claro y que no admita desarrollos nuevos y aun escuelas diversas en la interpretación de muchos puntos de la doctrina).

Nos referiremos, para concretar la exposición, a las dos situaciones en las cuales más claramente la filosofía se ha autoconcebido de este modo (y con un reconocimiento suficiente como para poder «socializar» ésta autoconcepción), a saber, la filosofía tomista desde la época medieval hasta hace pocos años (en la España del franquismo) y el Diamat (en las décadas de consolidación de la Unión Soviética). La influencia de esta autoconcepción de la filosofía va mucho más allá de los intervalos históricos en los que tuvo implantación práctica. Por ejemplo, está por analizar la influencia que la organización del cuerpo de profesores de filosofía en la época franquista, en función de una filosofía concebida al modo medieval, como antesala de la teología, sigue teniendo no solamente en la estructura sino en las pretensiones del cuerpo de profesores de Enseñanza Secundaria (habría que tener en cuenta que la presencia de la filosofía en los planes de estudios que ahora están en proceso de reforma alcanzó sus índices más altos en la época del «nacional-catolicismo»). Mutatis mutandis podríamos decir lo mismo del Diamat, como se denominó burocráticamente al materialismo dialéctico de cuño marxista estalinista, en tanto también transciende al desmoronamiento de la Unión Soviética, para hacerse presente en otros diversos Estados (en Cuba, por ejemplo, el debate sobre el lugar de la filosofía materialista dialéctica en la educación es, en estos momentos, paralelo al que vivimos en España).

El lugar que se asignará a la filosofía así concebida en la educación de los hombres es, sin duda, determinante (no es meramente integrante); será un lugar universal, y no sólo particular o profesional. Además será presentado como un saber obligatorio para todos los ciudadanos que se encuentren en la plenitud de sus derechos.

Sin embargo (y esto constituye una paradoja para quien se sitúe en la perspectiva de una doctrina, en sí misma considerada como soberana), la motivación por la cual se asigna a la filosofía este lugar determinante en la educación no se deriva propiamente de la misma autonomía o soberanía atribuida al sistema filosófico, sino de su papel instrumental respecto de otros saberes prácticos, considerados como subordinantes. Estos saberes prácticos se presentan emic, en un caso, como vinculados a la fe religiosa del cristianismo (Philosophia ancilla Theologiae), o bien, en el otro caso, a la conciencia social revolucionaria de la sociedad comunista. Sin embargo, desde el punto de vista etic de nuestras propias coordenadas, diríamos que el lugar privilegiado (determinante) que se atribuye en estos casos a la filosofía es indisociable de su carácter instrumental (si se quiere: ideológico) respecto de los sistemas políticos en los cuales está implantada: las teocracias (o hierocracias) de los Reinos de la cristiandad católica y los Estados del llamado «socialismo realmente existente».

Por consiguiente, la filosofía escolástica en la España de Franco no fue una filosofía «ociosa», como superficial y sorprendentemente pensaron algunos desde el marxismo (me refiero a Manuel Sacristán), sino «políticamente implantada». Los miembros de ese cuerpo de funcionarios debían ser rigurosamente seleccionados por tribunales estatales, que juzgaban sobre su grado de competencia y adhesión a una doctrina, uniforme en lo esencial, pero que, ya desde dentro, comenzaba a desmoronarse poco a poco, dada la necesidad, por lógica interna, de incorporar los nuevos contenidos procedentes del presente: la lógica simbólica, la teoría de la evolución, la antropología cultural, la historia de las religiones comparadas. Pero el cuerpo de profesores, dotado de una duración burocrática más larga que la doctrina para cuya administración estaba constituido, sigue reclamando, veinte años después, un lugar comparable al originario, sin poder ofrecer una contribución correspondiente. Salvo que considere que es un sustitutivo suficiente el ser instrumento de la Constitución democrática de 1978 {monarquía borbónica incluida} (Philosophia ancilla Democratiae) o salvo que acuda a argumentos ideológicos demasiado débiles («la supresión de la filosofía [¿de cuál?] pone en peligro la capacidad de pensar de los españoles»), en rigor, puramente gremiales.

El lugar de la filosofía «histórica» en la educación

¿Qué lugar puede asignársele en la educación a la filosofía, según su «cuerpo doctrinal histórico realmente existente», es decir, a la disciplina histórico-filológica que tiene como misión interpretar, analizar, comparar, &c. el conjunto, de límites sin duda borrosos, de cuyo núcleo forman parte indiscutible las obras de Platón y de Aristóteles, de Avicena o de Averroes, de Santo Tomas o de Francisco Suárez, de Leibniz o de Kant, de Hegel o de Comte, de Marx o de Spencer?

Este planteamiento de la cuestión del lugar de la filosofía en la educación nos permite mantenernos al margen de las dificultades, debates, &c., derivados de las diferencias entre filosofías idealistas o materialistas, o entre filosofía positivista o filosofía metafísica, puesto que todos ellos pertenecen al conjunto de referencia: un conjunto de materiales tan «positivos» como puedan serlo los materiales óseos que se acumulan en el campo del paleontólogo o del prehistoriador. La Historia de la filosofía no puede excluir a Fichte por idealista ni a Marx por materialista; ni puede excluir a Avicena por musulmán, ni a Santo Tomás por cristiano. Los incluye a todos aunque no sea fácil explicitar los motivos. Motivos que, en último caso, habrá que buscar, más que en el terreno de las semejanzas doctrinales o metodológicas, en el terreno de la concatenación, muchas veces polémica, entre esas obras que se citan las unas a las otras ya sea para apoyarse en ellas, ya sea para combatirlas o combatirse mutuamente.

Incluso quien se mantenga muy distanciado del «cuerpo histórico» de la filosofía (en nombre de una «filosofía rigurosa», como Husserl; o en nombre de una «filosofía del futuro», como Feuerbach), tendrá que reconocer que este cuerpo histórico, por borrosos que sean sus límites, constituye, sin perjuicio de su carácter pretérito, la «filosofía realmente existente» (por lo menos con existencia reconocida por consenso prácticamente universal). De hecho, la Historia de la filosofía habría comenzado, en la época moderna, a presentarse como sustituto (¿sucedáneo?) de la filosofía escolástica, a medida que ésta iba perdiendo su hegemonía, sin un sucesor (cartesianismo, atomismo) definitivo.

Es evidente (constituye una suerte de tautología o de petición de principio) que la filosofía histórico-filológica «realmente existente» tiene un lugar determinante y principal en la educación profesional de los futuros especialistas (investigadores o profesores) de Historia de la filosofía. Para muchos (para muchos más de los que a primera vista pudiera parecer) puede ser un auténtico descubrimiento el caer en la cuenta de que el significado de expresiones tales como «estudiar filosofía», o bien, su resultado ordinario, «saber mucha filosofía», no es otro (ni puede serlo, sobre todo) que el de «estudiar filosofía realmente existente», es decir, estudiar «Historia de la filosofía» y llegar a saber «mucha doxografía filosófica» (incluyendo la doxografía del presente). En efecto, retirados estos contenidos, la expresión «estudiar filosofía» (interpretada como similar a «estudiar geometría») carece de significado, y es una simple hipostatización de la filosofía. Pues no cabe «estudiar filosofía», ni cabe «aprenderla»; menos aún cabe decir que alguien «tiene una gran vocación por la filosofía». Pero no ya porque sólo sea posible «filosofar» (en el sentido subjetivo psicológico —«cavilar», «pensar», «problematizar»— según el cual se interpreta de ordinario el aforismo de Kant), sino sencillamente porque es preciso decir que «la filosofía», en abstracto, no existe, como sustancia exenta (al menos si nos situamos en la tesis de una filosofía crítica). Por ello, nadie puede tener vocación por lo que no existe.

Su lugar propio, en la Universidad, está asegurado. De hecho no es posible citar una Universidad no subdesarrollada que no disponga de Secciones, de Departamentos y hasta de Facultades consagradas al estudio e investigación del «cuerpo histórico de la filosofía» y a la formación o educación profesional de los futuros profesores o investigadores. Sería muy importante analizar la razón por la cual a ningún profesor o investigador adscrito a un Departamento o a una Facultad de Filosofía se le exige la publicación de un sistema filosófico propio, ni tampoco la construcción de una doctrina específica; en cambio se le exigen publicaciones que tengan que ver con la filosofía «realmente existente» y, en el caso en que una tesis doctoral, pongamos por ejemplo, se ofrezca en una perspectiva no histórica, se presenten dificultades insuperables. No será necesario subrayar que justamente la situación opuesta tiene lugar en las Facultades de ciencias positivas. Consideradas así las cosas podríamos concluir que las Universidades, y sus secciones de filosofía en particular, no son, por paradójico que esto resulte, los recintos en los cuales pueda decirse que vive la filosofía crítica del presente, lo que nada quiere decir en detrimento de la importancia y significación de estas instituciones universitarias.

Podemos dejar de lado la evaluación de la importancia, peso relativo, &c. del lugar de la filosofía, así entendida, en el conjunto de los saberes universitarios. De hecho este peso suele medirse por la demanda social (número de alumnos, investigadores, tirada de revistas especializadas, &c.), pero teóricamente, aunque esta demanda llegase a valores muy bajos, próximos a cero, la Universidad reservaría siempre un lugar mínimo a la filosofía realmente existente (reconocida); un lugar de, por lo menos, una amplitud comparable a la del lugar que ocuparán en una Universidad no subdesarrollada los estudios del griego clásico o los del arte sasánida. No es un inconveniente, sino una ventaja, el carácter «endogámico» del lugar de referencia: un lugar en el que los investigadores y profesores de filosofía realmente existentes educan a futuros investigadores y profesores de filosofía formando tradiciones y escuelas de valor, a veces, incomparable. No se trataría de una situación diferente a la de la «endogamia» administrativa característica de las «comunidades científicas» consagradas al estudio del griego clásico o del arte sasánida.

También dejaremos de lado las cuestiones relativas a la justificación o función que, independientemente de la demanda social, pueda atribuirse a la asignación de un lugar en la Universidad para el cultivo de la filosofía realmente existente. Sin duda, las justificaciones pueden ser múltiples (en el contexto de otras disciplinas); pero no deja de ser paradójico que una de las justificaciones más importantes y, en ningún caso, desdeñable, deriva de otras fuentes que se relacionan precisamente con la «filosofía implantada» (no exenta) y con su educación. En efecto, lo más interesante (por no decir sorprendente) de esta filosofía estricta realmente existente es que ella ocupe de hecho (es decir, factualmente, aunque no lo ocupe normativamente) y, diremos por nuestra parte, como sucedáneo, un lugar importante en la educación (no nos referimos a los planes de educación de profesores, sino en la educación general de los ciudadanos a través de la institución del bachillerato y de las condiciones para formar parte de su cuerpo de profesores). En casi todos los planes de estudios del bachillerato europeo se reserva un lugar (a veces obligado, otras veces electivo) para la filosofía en esta su dimensión histórica, un lugar para la filosofía «realmente existente» (reconocida como tal).

Este lugar es, sin duda, por lo menos, el lugar propio de los contenidos integrantes de una educación general en un bachillerato superior, y tal lugar se justifica por motivos análogos por los cuales un plan de estudios atribuye un lugar universal y obligatorio, en la enseñanza primaria, a la educación de los niños en el arte de tocar la flauta. En efecto, Platón o Aristóteles son, por lo menos, contenidos histórico culturales del mismo rango que Fidias o Praxiteles (considerados sin discusión como contenidos de los programas de Bachillerato); y Leibniz o Hegel son contenidos culturalmente equiparables a Mozart o a Beethoven (que también forman parte de las referencias obligadas a la educación general de un ciudadano europeo).

Ahora bien, la situación más interesante la encontramos cuando advertimos que es la «filosofía realmente existente», la filosofía histórica de cuño académico: Platón, Aristóteles, Santo Tomás, Descartes, Kant..., la que está ocupando de hecho (como sucedáneo) el lugar que parece debiera normativamente corresponder a la filosofía crítica. Y esto no se aplica sólo a los cursos de Historia de la filosofía. También los cursos de filosofía «sistemática», aunque organizados formalmente por temas abstractos, recuperan muy pronto la perspectiva histórica, al ser expuestos sus contenidos desde el punto de vista histórico, como una rapsodia doxográfica, seleccionada por el autor del manual, por el Ministerio o por el profesor.

Los motivos de esta situación «anómala» no son fácilmente determinables. Acaso tenga parte en ella el hecho de que «el cuerpo de profesores de filosofía» de la Enseñanza Secundaria (al que venimos coordinando con la filosofía implantada en «la ciudad») ha sido educado o formado profesionalmente en Facultades en las cuales los planes de estudios parecían orientados a impartir la filosofía «realmente existente», considerando además como dogmatismo, adoctrinamiento o partidismo antidemocrático cualquier inclinación por un sistema filosófico determinado en detrimento de los otros. En efecto, en las Universidades, una vez rota la unidad del sistema escolástico desde el cual podía concebirse una ratio studiorum orientada a dividir administrativamente un cuerpo doctrinal en sus partes, se fueron organizando los estudios filosóficos a imagen y semejanza de la organización de los estudios científicos: «áreas de conocimiento», «especialidades», «filosofías centradas». En una palabra, el «lugar» para la filosofía a secas ha desaparecido, y ni siquiera existe hoy en España una cátedra de Filosofía, en general. Los propios materiales residuales de una filosofía «dogmática» se presentarán como filosofía histórica o doxográfica, acompañada a lo sumo de la adhesión subjetiva (a título de opinión personal irrelevante, o meramente anecdótica, del profesor). Con arreglo a estos principios se organizarán también los exámenes universitarios: a ningún estudiante se le exigirá la expresión de sus principios filosóficos, sino un conocimiento histórico o doxográfico de los principios filosóficos de una escuela determinada.

Por consiguiente, cuando el profesor de filosofía, procedente de estas Facultades, se encuentre ante un público que está ocupando el lugar que, ambiguamente, es un lugar de información integral, pero que, a la vez, conserva siempre el aura de ser lugar determinante para llevar a cabo la formación del juicio del ciudadano en general, resultará que la misma filosofía doxográfica es la que tendrá que ser utilizada en el desempeño de las tareas de la filosofía. Cada cual elegirá, en nombre de la libertad de cátedra, la perspectiva que mas le cuadre, y que muchas veces no será otra sino la perspectiva etnológica, si mantiene los principios del relativismo cultural. {Está muy extendido el principio según el cual la enseñanza de la filosofía debe limitarse a proponer alternativas, sin tomar partido por ninguna, dejando al alumno «en libertad para elegir» la que más le cuadre: proponer alguna y defenderla ante los alumnos equivaldría a un «adoctrinamiento» que convertiría a la clase de filosofía en algo análogo a la clase de propaganda política o religiosa. Sin embargo, este principio es profundamente erróneo, salvo que se haya «tomado partido» por una filosofía escéptica, y en este caso, el principio es autocontradictorio. Pero es erróneo, porque las semejanzas del partidismo filosófico con el partidismo confesional o político no autorizan a ocultar sus diferencias. El partidismo filosófico sólo puede llevarse adelante en virtud de una argumentación racional y dialéctica que, por tanto, ha de tener a la vista constantemente los partidos opuestos al que defendamos como superior y más potente (en tanto que desde él puede darse cuenta de los demás, y no recíprocamente). El partidismo filosófico, por tanto, no significa la prohibición de exponer las posiciones alternativas, tal como son, sin desvirtuarlas, y aun profundizando en ellas; significa que una vez expuestas, comprendidas y defendidas, nos oponemos a ellas y las juzgamos; a veces (no siempre) el rechazo exigido por la argumentación puede ser tan terminante que no sea posible transigir o reconocer siquiera su plausibilidad. Sin duda, el partidismo en la clase de filosofía puede confundirse exteriormente (sobre todo, si el partido defendido es erróneo) con el partidismo político; pero la actitud neutral también puede confundir al alumno haciéndole creer que una exposición filosófica es equivalente a una sucesión de opiniones opuestas que se dan para elegir según el gusto del consumidor, como se elige entre el vino o la cerveza.}

El lugar de la filosofía «adjetiva» en la educación

Venimos refiriéndonos, con el rótulo de filosofía adjetiva o genitiva (inspirado en el sintagma «filosofía de»: «filosofía de la conservación de tomates» en la época de Mao Tse Tung, «filosofía de la ciudad hipodámica»,...), con el sentido de genitivo subjetivo, a la Idea de la filosofía entrañada por el propio ejercicio del término afectado, como sustrato de ese genitivo, a todas aquellas concepciones de la filosofía que se caracterizan por vincularla a las formas de experiencia, de acción, &c. de la vida cotidiana, o al menos del presente. Ahora, la filosofía se nos presentará como emanada de estas formas y, lo que es más significativo, sin necesidad intrínseca de segregarse o emanciparse de ellas. Circula ampliamente la idea de que en ciertas tecnologías o técnicas (pero no en todas) está ya prefigurada una filosofía: en la técnica de los espejos, se prefigura la idea de la conciencia especulativa; en la técnica de proyección de sombras, se prefiguraría la metáfora idealista del conocimiento; en la técnica de los tejidos estaría latiendo ya la idea del entramado entre los componentes de la realidad; en las monedas acuñadas se prefiguraría la teoría de las ideas de Platón y en el cincelado de la estatua, la teoría hilemórfica de Aristóteles. Cierto que en estos casos nos referimos a la filosofía no ya en el momento en el que actúa en el fabricante de espejos, en el acuñador de monedas o en el escultor, sino en el momento de la ampliación metafórica de cada una de estas diferentes formas de técnicas o de artes; sólo que esta ampliación está ya prefigurada por la propia técnica, que actuaría de sustrato.

Se comprende que estos sustratos, sin perjuicio de que deban reunir determinadas condiciones mínimas (por ejemplo, tendría poco sentido interpretar como sustrato de una filosofía al Umwelt de ciertas especies de primates), difícilmente pueden constituirse en contextos bien determinados. Algunos (incluyendo a Augusto Comte) interpretarán, como sustratos de la filosofía en el sentido dicho, a las religiones de la época teológica (fides quaerens intellectum); otros postularán como sustrato a las ciencias positivas, al hablar de la «filosofía espontánea» de los científicos. Acaso pudiera servirnos como criterio el concepto de «situación social y cultural del presente», es decir, un «estado del mundo» que, a partir de un cierto nivel de desarrollo tecnológico y científico, experimenta un proceso de confluencia con otras corrientes sociales o culturales que hacen posible la aparición de una actitud crítica (dentro de este estado del mundo, ocupará un puesto importante el desarrollo del lenguaje, jurídico, científico, técnico).

Las filosofías adjetivas se oponen, por tanto, principalmente, a toda forma de filosofía exenta, tanto a las de índole histórica, por arcaicas, como a las de índole escolástica, por ideológicas; pero también a cualquier forma de filosofía crítica (en el sentido en que la entendemos aquí, como filosofía crítica que defiende una sustancialidad, al menos actualística, para la filosofía).

La filosofía adjetiva tenderá a negar un lugar obligatorio determinado o institucionalizado que esté destinado a la filosofía. Esta actitud suele ser interpretada muchas veces como un «odio a la filosofía»; sin embargo no es siempre así. Por el contrario, esa negación puede estar alimentada precisamente, no por el deseo de dar muerte a la filosofía, sino por un deseo de vivificarla, deseo que podría probarse por el recurso, creciente en nuestros días, de considerar como filosofía a determinadas actitudes o estrategias prácticas propias de nuestro presente («filosofía de la empresa siderúrgica N***», «filosofía de los presupuestos estatales del año T***»). Hay una tendencia muy acusada entre los profesores de filosofía a mirar con recelo o con desprecio a estos usos del término filosofía, que considerarán ridículos o triviales (como si esos profesores tuvieran el monopolio de la administración de ese término). Pero las cosas pueden verse de otro modo, y eso sin necesidad de acogernos a las concepciones «populistas» del lenguaje, según las cuales el pueblo tiene el derecho de utilizar las palabras «según su voluntad». El interés por el análisis de la evolución del término «filosofía», así como las de otros términos de su rango (por ejemplo, «cultura»), en el lenguaje ordinario, puede verse también como un interés por un proceso tan objetivo como pueda serlo el interés suscitado por la evolución de una molécula en el proceso de su combinación con otras. El término «filosofía» desempeñaría aquí el papel de una «molécula lingüística» de significado borroso, que se va desplegando y determinando en su composición con otras «moléculas», acaso igualmente borrosas. Pero cuando las acepciones que toma el término «filosofía», en contextos relativos precisos, no tienen sustituto pleno con el cual puedan conmutar, entonces concluiremos que esa acepción expresa una idea nueva o característica, o al menos pretende hacerlo.

Es obvio que cuando la filosofía se entiende de tal modo entrañada con las propias prácticas cotidianas de los hombres que concurren en un presente determinado, la «reflexión» sobre sus estrategias, valores, &c., en cuanto alternativas de otras posibles, podría llegar a verse a sí misma como redundante, y como un pleonasmo el instituir una «filosofía sustantiva». Goethe expresaba muy bien este punto de vista cuando respondía a una pregunta de Eckermann (16 de febrero de 1827) sobre quien, en su opinión, era el mejor filósofo moderno: «Kant, sin la menor duda»; añadiendo, a modo de advertencia: «aunque no lo haya leído, ha influido en usted. Ahora ya no lo necesita, porque ya tiene lo que pudiera él darle.»

La filosofía genitiva, sin embargo, aun cuando abomine de toda «sustancia escolástica», no tendrá por qué oponerse, en principio, a la determinación de lugares institucionales en los cuales un cuerpo de profesores asuma la misión de estimular, animar o coordinar el ejercicio mismo de la filosofía cotidiana, que los propios alumnos deberían explicar a partir de sus experiencias. De hecho es el modo como entiende su oficio un número creciente de profesores de filosofía. Sin embargo, lo más lógico, es que la filosofía adjetiva busque lugares informales para una educación difusa: escenarios de rock (cuyas músicas y letras están plagadas de filosofemas), debates televisados, libros «destinados a Sofía», &c. En el siglo II después de Cristo, Apuleyo (Asno de oro, XI, 8) podía ofrecer el siguiente cuadro de la realidad a partir de su propia experiencia: «Había quien... con un manto, un bastón, unas sandalias de fibra vegetal y una barba de macho cabrío hacía de filósofo».

¿Cabría asociar a las filosofías adjetivas algún contexto social o político más o menos preciso (a la manera como hemos asociado a las filosofías escolásticas los contextos autoritarios o jerárquicos de las «organizaciones totalizadoras» tales como la Iglesia católica o el Estado soviético)? Seguramente son las democracias representativas los contextos más proporcionados a este modo de entender la filosofía. Al menos, las posiciones de Sócrates, frente a Protágoras, podrían interpretarse como fundadas en esta conexión. Porque lo que Sócrates reprocha a Protágoras (aunque irónicamente, es cierto, puesto que Sócrates actúa como crítico de la democracia ateniense), es que venga a Atenas a enseñar filosofía política a unos ciudadanos que, por serlo, ya deben tener un juicio formado, y no necesitan que nadie venga a enseñárselo (Protágoras aparece aquí, en cambio, como un ideólogo al servicio de la filosofía de cada ciudad [de cada Estado] que ha contratado sus servicios). El mismo proyecto marxista (y utópico) de la realización de la filosofía se inspira en estos fundamentos: una sociedad en la que la «clase universal» —constituida por ciudadanos que se supone han alcanzado una conciencia crítica comparable a la de Sócrates en Atenas— ha llegado a su límite, sería una sociedad en la cual la filosofía se ha realizado, y por tanto no tiene un lugar propio precisamente por su ubicuidad.

También podría considerarse como un modo característico de plasmarse esta filosofía genitiva, la concepción neopositivista y, en gran medida, la filosofía analítica, orientada a explicitar los usos de las palabras del lenguaje ordinario. El propio proyecto de un «Instituto interfacultativo», como lugar idóneo para la filosofía del futuro (una vez suprimida la «filosofía universitaria»), del que habló Manuel Sacristán y, a su modo, en aquellos años, Haveman, puede considerarse como una aplicación de la idea de una filosofía genitiva o adjetiva que toma como sustrato a las propias ciencias particulares.

El lugar de la filosofía «crítica» en la educación

La idea de una filosofía crítica, en el sentido propuesto, considerada como una idea asociable a una denotación reconocida, si no universal, sí al menos suficiente para que podamos atribuir a esa idea un alcance que transcienda la mera subjetividad, debe tomarse, por lo menos, como una «posibilidad combinatoria» dentro del sistema de alternativas por el que venimos guiándonos. Se trata de la idea de una filosofía inmersa o implantada en el presente (no histórica, ni escolástica), de la misma manera que lo está la filosofía adjetiva (en esto confluye plenamente con ella, y aun podría asumir muchos de sus procedimientos, al menos en un plano propedéutico o pedagógico); pero que, sin embargo, acaso por no sentirse «reconciliada» con el presente del cual emana, pretendiera rebasar críticamente el escenario «empírico» y práctico de ese presente para, desde él, establecer un sistema mínimo de líneas doctrinales (y en esto se parece a la filosofía escolástica o académica). Sin embargo, la analogía de una filosofía crítico-sistemática con la filosofía dogmática o escolástica es sólo de naturaleza formal, más que de contenido, y la prueba es que el contenido de esa filosofía crítica podría ser, en su límite, el nihilismo. A la filosofía crítica de la que estamos hablando no podemos asignarle, en general, un contenido doctrinal preciso: en principio podría ser, como hemos dicho, idealista o materialista, podría ser aristocrática o democrática. Tendría, eso sí, según su definición combinatoria, que mantenerse en contacto con las ciencias positivas del presente. Sobre todo, esta filosofía crítica, según su propio concepto, no podría menos que proponerse, como objetivo inmediato, la trituración de los mitos oscurantistas que acompañan a las otras formas de filosofía. Las funciones catárticas de la filosofía crítica son, desde luego, imprescindibles. Y, por otra parte, y por ello mismo, la filosofía crítica no puede conformarse como una mera filosofía genitiva que trivializa las responsabilidades críticas en nombre de los derechos de opinión de los ciudadanos de determinadas democracias formales, puesto que estas democracias son compatibles con formas de conciencia mitológicas o fanáticas.

Una filosofía crítica parece que ha de reclamar un lugar muy importante en la educación de los hombres, más aún que en la educación de los ciudadanos. La importancia del lugar asignado, ¿pudiera hacerse equivalente a la universalidad o ubicuidad de ese lugar? Podría ejercitarse la filosofía crítica en los lugares más diversos, incluso podría llegar a considerarse conveniente suprimir la filosofía institucionalizada en la forma de un cuerpo de profesores de filosofía. Lo que sí es evidente es que una tal filosofía crítica debería tener una implantación social tal que su continuidad pudiera quedar asegurada en su desarrollo histórico. Sólo cuando esa filosofía crítica, en efecto, pueda considerarse implantada como formando un «órgano», entre otros, de una sociedad, podría decirse de ella que ocupa un lugar determinado, sin necesidad de ser ubicua o universal, o de no ser insustituible. Suele asignarse a los «Estados de cultura» de nuestros días la responsabilidad de sostener una Orquesta Sinfónica del Estado; el lugar de esta orquesta es determinante en la educación musical de la Nación, no ya porque todos sus ciudadanos hayan de asistir a los conciertos (de hecho ni siquiera un 2% tiene contacto asiduo con ellos), sino porque ella establece el nivel mínimo exigible.

Ahora bien, la filosofía crítica, ¿es algo concreto, aunque tenga límites borrosos, o es sólo algo así como «la ciencia que se busca»? Llegamos con esto al centro de la cuestión: ¿cómo será posible presentar siquiera la idea de una filosofía crítica sin ofrecer un modelo más o menos definido de esa idea, a la manera como pudimos presentar «modelos» de filosofía histórica, o escolástica, o genitiva?

La respuesta que, por mi parte, me atrevería a dar a esta cuestión decisiva es la siguiente: que la idea de una filosofía crítica es, ante todo, la idea de una posibilidad combinatoria de entender no ya tanto un sistema concreto cuanto cualquier sistema que pudiera asumir o haber asumido ese papel, al menos intencionalmente, dentro de ciertas características definibles (entre ellas su carácter dialéctico, es decir, el no presentarse como una doctrina axiomática que, procedente de principios revelados o empíricos, pretendiese desvelar «el fondo de la realidad» sin dignarse mirar a otras alternativas). De un modo más directo: más que decir que no existe una filosofía crítica, podríamos comenzar diciendo que existen varias filosofías que pretenden presentarse como tales, pero que dejarán de serlo (para convertirse en escolásticas) en el momento en que se ofrezcan como doctrinas absolutas, hipostasiadas. Una filosofía crítica tampoco es una alternativa que se presenta entre otras varias alternativas posibles, ofreciéndose en actitud «tolerante» al gusto del público, sino que es una alternativa que se ofrece contra las otras.

El problema fundamental, sin embargo, es el de la determinación de los contenidos doctrinales que debieran ser asociados necesariamente a una filosofía crítica, puesto que una filosofía crítica, entendida al margen de cualquier contenido doctrinal, es una filosofía vacía: es el «filosofar» erístico entendido en su más radical reducción psicológica. Porque la crítica sólo tiene sentido efectivo desde algún criterio más o menos definido, no es mero negativismo movido por un afán discutidor (llamado a veces polémico). Habrá una crítica materialista (desde el presente) a la filosofía teológica, pero también habrá una crítica ontoteológica (desde el presente) al materialismo. Habrá una crítica escéptica o agnóstica al materialismo y al espiritualismo.

Desde la perspectiva de este modo de entender la filosofía crítica se nos presenta como un gran error de planteamiento hablar, como es frecuente entre nosotros, de la crisis de «la filosofía», como determinada por el desarrollo de otras disciplinas humanas (sociológicas, históricas, psicológicas, antropológicas, periodísticas, políticas...) que habrían hecho patente su vacuidad y su inutilidad. Y es un gran error por cuanto sugiere, por una parte, que tales disciplinas tienen por sí mismas una sustantividad científica equiparable a la de la física o las matemáticas (olvidando los componentes ideológicos que las disciplinas llamadas humanas alientan por todos sus lados), y por otra, que «la filosofía» —sin decir cuál— es otra cosa, desde luego, pero que además no es inútil, sino necesaria en sí misma para la formación humanística de la juventud. Porque la gravedad del desplazamiento, en los planes de estudio, de las horas destinadas a filosofía por otras disciplinas que la sustituyen no la pondremos tanto en el debilitamiento de la presencia de la filosofía, incluso en su ausencia, sino en el supuesto de que la presencia de las disciplinas sustitutorias haya que entenderse como presencia autosuficiente de disciplinas justificadas por sí mismas, por la fuerza de sus propios contenidos, y no como presencia sucedánea (de la filosofía). Lo decisivo es tener en cuenta, por tanto, que la importancia de la crítica a la filosofía desde el punto de vista de las disciplinas particulares o tecnocráticas de referencia, no reside tanto en su momento de negación, sino en el momento de afirmación de esas otras disciplinas como autosuficientes. Porque ese momento de afirmación es el que las constituye en sucedáneos de la filosofía. Y es aquí en donde, a nuestro juicio, ha de apoyarse la reivindicación de la filosofía crítica, puesto que ahora su principal función crítica habría de comenzar a ejercerse precisamente en torno a esas mismas disciplinas del presente que sus cultivadores ofrecen como autosuficientes categorialmente.

Una tal reivindicación de la filosofía en el conjunto de la educación determina también los contenidos de la propia filosofía reivindicada. No podría ser una disciplina instituida para hablar, como «complemento» de la educación positiva, de Platón, de Kant o de Husserl, adornando con sus nombres, como si fuesen fetiches, carteles reivindicativos; ni, menos aún, una disciplina orientada a revelar el «otro mundo» del humanismo o del espíritu. Todos estos objetivos nos parecen metafísicos y vanos. La disciplina filosófica instituida, tal como la entendemos, no podría menos de apoyarse sobre las mismas disciplinas del presente, para lo cual será preciso tener con ellas el mayor contacto posible, a fin de regresar críticamente hacia las Ideas que atraviesan sus campos respectivos, preocupándose por seguir el sistema de esas mismas ideas. Sólo en esta marcha tendrá sentido acordarse de Platón o de Kant. Por lo tanto la cuestión práctica sigue siendo la misma: ¿existe un cuerpo de profesores preparado para ejercer esta filosofía crítica, apoyándose en el análisis y desarrollo de las propias disciplinas que son ofrecidas al público como sustitutos? y, si no existiera, ¿qué tendría que ver esa supuesta falta de preparación con el modo de reivindicar «la filosofía», a partir de una supuesta sabiduría que habla por la boca de un número indefinido de fetiches?

¿Tiene sentido entonces discutir sobre el lugar de la filosofía en la educación del hombre (o del ciudadano) si, aun entendiendo la filosofía como filosofía crítica no determinamos a qué líneas doctrinales filosóficas nos referimos? Los objetivos de una educación filosófica crítica en los principios de la ontoteología serán muy distintos de los objetivos de una educación filosófico crítica en los principios del materialismo; las alianzas con los poderes políticos, religiosos o sociales de los profesores de filosofía materialistas serán muy diferentes de las alianzas que puedan entablar los profesores de filosofía espiritualista, por la misma razón que la crítica filosófica del presente será también muy distinta (la actitud de un profesor espiritualista hermenéutico acerca de las iglesias o sectas religiosas «exóticas», ante una encíclica de Juan Pablo ii procedente de Roma, o ante una encíclica de Gregorio XVI procedente del Palmar de Troya, será muy distinta de la actitud de un profesor materialista). ¿Se dirá que es suficiente, para fijar un lugar a la filosofía crítica en la educación, el contar con la unidad polémica entre las diversas alternativas que se combaten mutuamente, es decir, atribuir al profesor de filosofía la misión de ofrecer, a propósito de cada cuestión, dentro de un repertorio fijado por consenso, y cambiante, las principales alternativas? Pero, ¿es posible una tal exposición si quien expone no quiere «tomar partido» y, por ello, no quiere situarse en ninguna de ellas, al menos explícitamente? ¿Hasta donde puede llegar la crítica del presente, es decir, el ejercicio del «juicio filosófico» del ciudadano ante cuestiones tales como los milagros, los demonios, los extraterrestres, la telepatía, la droga, el espiritismo o instituciones que están muy arraigadas, y en creciente, en nuestra sociedad? Llegados a este punto es necesario hacer aquí preguntas tan concretas como la siguiente: ¿puede un testigo de Jehová, en nombre de la tolerancia ideológica que se inspira en la Declaración de Derechos Humanos, ser considerado como una alternativa más en el conjunto de las alternativas de una filosofía crítica? ¿Y un mormón, o un chiíta, o un católico romano exorcista? ¿Acaso en un gremio de profesores de filosofía que se acoge al principio de la tolerancia no pueden tener cabida todas estas «filosofías»? ¿De qué filosofía crítica estamos entonces hablando?

Si no es posible ponerse de acuerdo en torno a estos puntos concretos, que en número casi indefinido se suscitan en el presente, ¿cómo pretender fijar alguna respuesta práctica a la cuestión titular que no sea estrictamente gremial, es decir, que no argumente desde la defensa de un lugar para el gremio, cualquiera que sean las filosofías que él represente? De todo ello cabría deducir que no es posible plantear la cuestión del lugar de la filosofía en la educación (sobre todo reglada) considerando como accidental la composición que en cada momento o época tiene el gremio de profesores de filosofía. Y que según fuera la composición de ese gremio, acaso podría considerarse más efectiva una educación difusa de la filosofía crítica en la sociedad democrática, que una educación reglada a cargo del cuerpo de profesores de filosofía, lo que no implicaría necesariamente la supresión de este cuerpo de profesores, sino acaso su reconversión en un cuerpo de profesores de filosofía histórica.

Parece obligado, por último, para precisar el análisis de la concepción de la filosofía crítica como filosofía del presente práctico (en tanto este presente es indisociable del presente político), determinar en lo posible el alcance que podamos dar hoy, al tratar del lugar de la filosofía en la educación, a la idea de una implantación política de la filosofía y, en particular, de su implantación en el socialismo, tomado en su significado más general y filosófico. Es obvio que carecería de sentido cualquier pretensión de derivar (o «deducir») de la idea de una filosofía crítica su implantación en un tipo de socialismo determinado (socialdemócrata, nacionalsocialista o comunista), puesto que la inserción, incluso militante, en un determinado partido político, podrá ser a lo sumo un terminus a quo (como lo es la inserción en una iglesia, en una clase social, en una nación o en una lengua) y no un terminus ad quem; el ejercicio de una filosofía crítica podrá determinar, sin duda, el distanciamiento de un partido político o de una iglesia determinada, más que la integración en otro partido político o en otra iglesia, o incluso en otra lengua (la alemana según el Heidegger de Farías). Los motivos de la nueva integración no podrían ser llamados propiamente filosóficos, sin que por ello dejen a priori de tener una gran significación filosófica.

Las relaciones entre la filosofía y el socialismo, que para algunos serán sólo un modo determinado de establecerse las relaciones entre el conocimiento especulativo y el práctico, parecen, en cualquier caso, externas a nuestro asunto, puesto que cabe citar formas eminentes de filosofía no socialista (sino por ejemplo «feudal» o «burguesa»: Santo Tomás, Hegel), así como también formas de socialismo intrínsecamente antifilosófico (como pudieran serlo los socialismos fundamentalistas islámicos, por no decir cristianos). Sin embargo, estas posibilidades combinatorias no excluyen el significado de un nexo interno que tuviera lugar en ciertas modulaciones de la filosofía y del socialismo que son las que nos interesa determinar (por cuanto incluso, desde ellas, podría intentarse dar cuenta de las situaciones en las que la desconexión se nos muestra como evidente). Las relaciones entre los organismos y un nivel térmico determinado pueden parecer extrínsecas, puesto que hay organismos a 40ºC y otros a 15ºC. Sin embargo, cuando determinamos la especie de esos organismos, la relación de un orden o especie dados, por ejemplo, el orden de los primates y los 36ºC, puede comenzar a ser interna.

Por lo que respecta a las modulaciones del término filosofía: es evidente que no podemos hablar de relaciones internas en abstracto, y lo mismo ocurre con el término socialismo. Tenemos que referirnos a especies o modulaciones de filosofía o de socialismo determinadas.

La primera modulación del término filosofía que indiscutiblemente mantiene una relación interna con el socialismo la encontramos en el terreno de la filosofía política; pues es evidente que una filosofía política que exponga las razones por las cuales la organización política de la humanidad tiende a ser una organización socialista (frente a las filosofías políticas alternativas) mantendrá una relación interna con el socialismo (aunque ya no es tan evidente si estas relaciones internas se establecen con un socialismo utópico o con un socialismo real). Sin duda, la elección de esta situación para explorar la posibilidad de una relación interna entre filosofía y socialismo tiene mucho de situación ad hoc, pero no por ello podemos subestimarla como si la modulación de la filosofía que conduce a ella pudiera ser tratada como una «cantidad despreciable» o como una excepción. Y ello aunque demos por supuesto que el papel de la filosofía crítica no consiste (por más que muchos profesores de filosofía adopten una actitud propia del Papa de Roma) tanto en «decirle al mundo por donde tiene que dirigirse», cuanto comprenderse intercalada en el proceso del mundo. De hecho, nada menos que el fundador de la filosofía (académica) fue el primer defensor, en La República, de la organización socialista sui generis del Estado. También es verdad que no podríamos decir que se trata allí de un socialismo de la igualdad, por cuanto la organización comunista que allí se propugna va referida a las clases superiores. Siglos más tarde, Feuerbach pretendió establecer una relación interna entre el «socialismo del amor» y la «filosofía materialista» del mundo. Marx, al introducir la cuestión de la «realización de la filosofía» en el socialismo (comunismo) nos proporciona mucho más que una modulación específica de la filosofía política (nada desdeñable, por cierto); una modulación en la que la relación interna de la filosofía con el socialismo sería indiscutible y se situaría en el terreno más genérico (es decir, no específico de la filosofía política) de las relaciones entre filosofía y socialismo.

Es en este terreno en el que nos movemos cuando hablamos de las relaciones entre la filosofía y el socialismo, sin mayores precisiones. Nos referimos entonces no ya a una modulación específica o material (integrante) de la filosofía (tal como «filosofía política»), sino a una modulación genérica o formal (determinante) suya. Una modulación que ya no se opondrá a otras modulaciones con las cuales pudiera coexistir (como coexiste una filosofía política con una filosofía física o con una filosofía religiosa), sino que se opondrá a otras modulaciones que lleven al límite mismo de la «verdadera filosofía» y la convierten en «falsa filosofía». Tal es el caso de lo que en otras ocasiones hemos llamado «gnosticismo», es decir, el caso de la autofundamentación de la filosofía como esfera autónoma y soberana que puede, por ejemplo, recogerse en un cogito absoluto (Descartes, Husserl), sin perjuicio de que ulteriormente se pretenda salir desde ese cogito al mundo exterior, de «volver a la caverna». La «autoconcepción gnóstica» de la filosofía la consideramos como el efecto más característico en la vida filosófica de una falsa conciencia; siempre que ese cogito, que se autopresenta como soberano y libre de todo prejuicio, pueda ser comprendido como un resultado de determinadas condiciones sociales. Sólo modificando tales condiciones será posible la liberación de esa falsa conciencia.

Desde el momento en que consideremos críticamente que la implantación gnóstica de la filosofía pueda hacerse equivalente a la «falsa filosofía», la tesis de la implantación política de la filosofía (y aquí «política» se toma en el sentido más amplio de la polis, que puede ser tanto ciudad terrena como ciudad de Dios, es decir, Iglesia) equivale al reconocimiento de una relación interna con un «socialismo» tomado, eso sí, no ya según sus estructuras económicas o administrativas determinadas, o según alguna forma concreta histórica suya (socialdemócrata, nacionalsocialista o comunista), sino en su estrato más genérico y no por ello menos importante. Sobre todo, según aquella forma por la cual el socialismo se opone, en primer lugar, a ese individualismo que va asociado a un cierto tipo clásico de racionalismo. Pues ahora «socialismo» significa precisamente la crítica a esa «conciencia individual racional», cuya sustancialidad tiene más de apariencia socialmente determinada que de realidad por sí misma. El primer texto de nuestra tradición en el que explícitamente podríamos advertir la acción de esta crítica de la conciencia individual es el texto platónico del pasaje denominado «prosopopeya de las leyes» del Critón. Si nos atenemos al Sócrates de este diálogo platónico, podríamos afirmar que solamente si cada uno de los ciudadanos de una sociedad actuase como un Sócrates (o como un «funcionario de la humanidad», en expresión de Husserl, un individuo dispuesto a aceptar la pena que la ciudad le impone), es posible una sociedad democrática. Esto dicho en el supuesto, eso sí, de que las leyes que salen al encuentro del individuo que huye, sean leyes propias de una democracia (porque las leyes que salieron al encuentro de Sócrates eran leyes de una sociedad esclavista).

¿En qué condiciones la relación interna entre la filosofía y el socialismo filosófico puede desarrollarse como relación interna entre la filosofía y el socialismo positivo (en su sentido económico político)?

El análisis de esta cuestión no puede dejar de lado el principio de la conexión más genérica: la que se establece entre el socialismo y la crítica a la conciencia gnóstica de la filosofía. El socialismo comienza a ser una de las maneras más genuinas, según esto, del desarrollo de la propia sabiduría filosófica, en tanto que sabiduría práctica (mundana y académica), si es verdad que es el «socialismo» el que señala los límites del propio ego como sustancia. Ahora bien, la conciencia gnóstica no se autodisuelve críticamente en una implantación social (política) de la filosofía, en general, puesto que las formas de esta implantación crítica son muy heterogéneas, y enfrentadas entre sí. La conciencia gnóstica, en efecto, no por autodisolverse a través de su implantación política podría considerarse como una conciencia liberada de toda «coacción» que la determinase desde fuera. Pues otras muchas formas de conciencia (procedentes de la realidad social, política e histórica) estarán envolviendo y moldeando ideológicamente a esos individuos «liberados de su propia intimidad». Nos reencontramos aquí con la cuestión de los idola (sobre todo de los idola fori y de los idola theatri).

Si introducimos el principio según el cual los mitos (dogmas religiosos, prejuicios, ideales políticos, etc.) que determinan el curso del pensamiento de los hombres —y, muy principalmente, las Ideas y las conexiones entre ellas, cuyo análisis corresponde a la filosofía— proceden de las formas sociales envolventes (clases sociales dominantes, iglesias, sectas, etc.) en las cuales están implantados, se comprenderá que una filosofía crítica no podrá ejercerse «por sí misma», puesto que su maduración depende de los cambios que se produzcan en el «estado del mundo» (era imposible, en la Edad Media, que un «racionalista» como Santo Tomás se liberase del «bloqueo» al que estaba sometido por la ideología eclesiástica-feudal). Dicho de otro modo, el «racionalismo moderno», el de la Ilustración, no podrá considerarse tanto como efecto de algunos señeros «filósofos críticos» que despertasen en la época moderna, porque también fue un efecto de la acción de los comerciantes, de los artesanos, navegantes, descubridores, conquistadores, artistas o herejes que abrieron el camino a aquellos ilustres filósofos (desde este punto de vista resulta ridículo el presentar, como es costumbre, a Descartes o a cualquier otra figura de filósofo de su elección como el «fundador del racionalismo moderno»).

Y, si esto fuera así, y dado que las situaciones en las cuales la «conciencia filosófico crítica» se presenta en formas muy diversas y que, hasta cierto punto, pueden graduarse de más a menos (en el siglo X la coacción de los ídolos «con monopolio» en una pequeña ciudad europea será mucho mayor que la coacción de ese mismo ídolo cuando entraba en confluencia con otros, perdiendo su situación de monopolio, en las ciudades de tamaño mucho mayor del siglo XVI), cabrá siempre desarrollar hasta su límite esta gradación, construyendo modelos «para después de la revolución» de una sociedad universal estacionaria socialista (modelo al cual pudieran haberse aproximado, intencionalmente al menos, algunas formas del socialismo realmente existente) en los cuales las conciencias de los hombres, libres de todo prejuicio, pudieran ya considerarse como conciencias que han «realizado» la filosofía crítica. Habrían desaparecido todos los obstáculos, y cualquier ciudadano (que no estuviese enfermo, desde el punto de vista psiquiátrico) habría llegado a ser un Sócrates en esa sociedad comunista; recíprocamente, sólo sería concebible esa sociedad comunista si cada uno de sus ciudadanos pudiese ser considerado como un Sócrates reproducido millones de veces, a partir, acaso, de un cuerpo de «filósofos funcionarios» a quienes se les encomendase la preservación y el desarrollo del saber filosófico.

Es evidente que semejante construcción de una «república de los filósofos», más que un modelo es un contramodelo, cuya presentación difícilmente podría hacerse sin arrastrar al menos una secreta carga irónica que no todo el mundo es capaz de percibir (me permito remitir a Ensayos Materialistas, págs. 185-200). Y es un contramodelo por la naturaleza contradictoria o inconsistente del propio modelo-límite de referencia. En efecto, ese Sócrates que no está sometido a ningún mito con el que tenga que enfrentarse, a algún prejuicio que deba derrocar, no podría ser Sócrates. El mismo concepto de Sócrates funcionario es, aparte de ridículo, no sólo contingente, sino imposible en una sociedad de clases. En una sociedad socialista, en estado límite, Sócrates funcionario deja de ser contingente y se convierte en una pieza necesaria; pero no olvidemos que estamos construyendo un contramodelo; por lo que siendo ese Sócrates funcionario un concepto imposible, también lo será la sociedad socialista que debe contenerlo como necesario. Una sociedad sin clases, en la que los individuos fueran «educados» sin la menor determinación exterior, es una sociedad tan contradictoria, por su parte, como lo es la situación del Emilio de Rousseau. Porque educación dice siempre moldeamiento; un individuo libre no educado es una simple abstracción (ni siquiera sabría hablar). Al margen, por tanto, de los componentes utópicos (desde el punto de vista económico o político) de la idea de una sociedad comunista universal, habría que subrayar los componentes contradictorios de una sociedad universal capaz de educar a los individuos sin moldearlos (dejando que cada uno de ellos «sea el que es», como si alguien pudiera ser algo antes de ser moldeado). Es decir, de suerte que los individuos de la sociedad socialista-límite encuentren «disueltos» todos los problemas filosóficos (una situación análoga a la que construyó la filosofía lingüística al suponer «que si hubiera un lenguaje perfecto los problemas filosóficos desaparecerían»; porque un lenguaje perfecto —en el contexto— es tanto como un lenguaje único, sin diferencias categoriales, de la misma manera que una sociedad perfecta es una sociedad universal, sin diferencias de clases o de grupos, es decir, es un círculo cuadrado). Esta hipótesis es la que resulta absurda. Por ello, en cualquier caso, la «realización de la filosofía», en una situación semejante, equivaldría precisamente a la no filosofía. Equivalencia a la que llegamos según un procedimiento muy similar al que los teólogos establecen en la construcción de su idea de una sociedad celestial, la comunión de los santos, en la que sus miembros gozan de la visión beatífica, en la cual habrán de quedar disueltas todas las preguntas filosóficas y, desde luego, todas las científicas.

La conclusión más importante que cabe extraer de este contramodelo de una sociedad socialista que ha realizado la filosofía es bien clara: si Sócrates existe es porque se encuentra implantado en un medio heterogéneo en el que las determinaciones sociales y categoriales confluyen tumultuosamente, y porque, a la vez, se dan las condiciones precisas (sociales y psicológicas) para reaccionar en medio de esa tumultuosa confluencia. De este modo, aun en el supuesto de que el socialismo comunista universal no fuese utópico, tampoco podríamos apoyarnos en él, ni en su idea, para confiar en el logro del máximo grado posible de una filosofía crítica. Nuestra contramodelo sugiere, por tanto, la necesidad de una desconexión profunda entre socialismo positivo y filosofía, puesto que la conexión sólo tiene sentido en el plano de un socialismo filosófico, indeterminado en el terreno particular y determinable, a lo sumo, según las circunstancias históricas del momento y de la naturaleza de la filosofía que se mantenga (por ejemplo, materialista o idealista).

El enfoque de los Istmos

Resulta evidente que no existe sólo una manera de llevar a cabo la investigación filosófica sobre educación. Los filósofos metafísicos no se ponen de acuerdo entre ellos, y tampoco con las diferentes escuelas de filósofos analíticos. Sin embargo, durante varias décadas de mediados del siglo XX, se prefirió una manera de enfocar la filosofía de la educación, que trascendía las fronteras tradicionales. Tuvo sus comienzos en la Europa continental, así como en el mundo de habla inglesa, y algunos filósofos analíticos de la educación y los de tradición metafísica lo adoptaron.

Se sostenía que las perspectivas filosóficas o religiosas, llamadas ismos, podían servir como puntos de partida, desde los cuales deducir tesis o prescripciones sobre educación. Según decía un comentarista: "un método común de construir la filosofía de la educación es derivarla de alguna postura filosófica como el idealismo, el tomismo, el pragmatismo o el existencialismo. De este enfoque surge la pregunta: ¿Qué implica para la educación una postura determinada?"

Este enfoque se popularizó en Estados Unidos para los años 50, al igual que en otras partes del mundo, y tuvo un gran atractivo para aquellos filósofos que estaban ayudando a formar maestros.

Parecía que todo lo que se tenía que hacer era exponer ciertas posturas filosóficas a los estudiantes para que éstos escogieran, o bien, presentar la postura que al maestro le parecía correcta. Entonces uno podía dedicarse a la tarea relativamente simple de trazar lógicamente las implicaciones educativas. Con el tiempo, sin embargo, este enfoque resultó ser ingenuo en el mejor de los casos, y, en el pero, se vio que contenía graves errores filosóficos.

No hay una simple correspondencia directa entre los compromisos filosóficos profundos de cada persona, por ejemplo, idealismo, realismo o pragmatismo, con sus creencias y sus acciones diarias. En general, es imposible decir qué "istmos" filosóficos acepta una persona por su comportamiento. Así un realista no trata los objetos cotidianos (mesas, pupitres, tizas, niños) de una forma diferente a como lo hace un idealista.

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